Un año más ha vuelto a pasar, aunque en esta ocasión ha sido
para nuestra propia satisfacción.
Diría que antes, hace décadas, era más pronto, pero ahora es
a mediados de noviembre cuando llueve en Murcia. Porque sí, hay al menos un día
al año en el que en Murcia llueve. Llueve y mucho. Sin embargo al día siguiente
todos se sorprenden, un año tras otro. Como si fuera algo inaudito, como si no
hubiera pasado lo mismo el año anterior. Solo hace falta ver las portadas de
los periódicos. Y lo sé con seguridad porque desde hace un par de años estaba
esperando que este día llegara, porque hay trabajos que solo se conciben para
un día inesperado y cuando ese día llega, la verdad, te llena de entusiasmo,
pero habrá que empezar más o menos por el principio.
En la década prodigiosa que inauguró este siglo, en el Campo
de Cartagena se proyectaron innumerables resort, y algunos de ellos alcanzaron
su plena condición real. Uno, de los menos conocidos pero extenso como el que
más, es Terrazas de la Torre Golf
Resort, situado en tierra de nadie entre Balsicas, Torre Pacheco y Roldán. Un
resort estándar con su amplio campo de golf, con sus apartamentos en el perímetro,
con su rotunda valla circundante alfonsina
y con su puerta rimbombante con sus guardias de seguridad practicando antiguos controles
aduaneros. Un resort con su amplia avenida propia de acceso que se toma desde
la carretera que une Balsicas con Roldán.
Pues bien, esa avenida sorprendente con su puntuación de palmeras,
su doble carril por sentido y unas aceras solitarias que la bordean, una vez al
año es río. Un río mágico que entra al resort como Pedro por su casa y devasta
todo su interior hasta terminar brincando por la parte de la valla que se
encuentra al final de su recorrido. Y pasa que mientras el río atraviesa el
resort ni se sale ni se entra. El resort convertido en cárcel temporal, en
gueto, en una extraña isla inundada, en
una bañera gigantesca. Y lo más sorprendente es que eso puede ocurrir sin que
allí llegue a llover. Un agua enorme que aparece de súbito por la puerta sin
que nadie la haya reclamado.
La empresa que administra el resort un día convocó allí
mismo a un número indeterminado de arquitectos, entre los que nos encontrábamos,
al objeto de hacerles partícipes en directo del fenómeno y de convocar un
concurso de ideas, o similar, para, digamos, tomar medidas. Lo ganamos nosotros
y nos pusimos a estudiar.
Pronto descubrimos que, simplificando, el resort estaba
encima de una rambla, una de las muchas que recorren en paralelo todo el largo
del Campo de Cartagena y que el agua solo pretendía seguir el camino que en los
últimos milenios había seguido. Esa visita inesperada era un agua a la que una
vez al año gustaba pasar por allí. Sobra decir que el invitado patoso y extemporáneo,
inadaptado, era el propio resort y nuestro compromiso obligado sería mejorar su
integración territorial. Así, empezamos por una aproximación hidrológica
territorial hasta definir una posible cuenca. Seguimos por hacer unos cálculos hidráulicos
y finalmente un diseño de cauce para que ese itinerario al que el agua estaba
acostumbrada se pudiera recuperar lo antes posible. Un proyecto, pues, de
restauración hidrológica, al más puro estilo posthumano, pero en unas condiciones de extrema austeridad económica y encorsetados en un terreno de propiedad municipal con un ambiguo permiso verbal de ocupación.
El proceso avanzó con
la contratación de una empresa que por muy poco dinero, porque tampoco era
mucha la obra, se dispuso a construir en medio de la nada un cauce. Todo ello bajo
un sol de justicia que hacía percibir lo que proyectábamos como un auténtico
espejismo.
En ese tiempo, en el que nos creíamos los mejores
intérpretes del medio, incluso intentamos que esa agua que estaba por venir se
pudiera aprovechar, retenerla y destinarla pausadamente al riego de lo que fuera.
Porque lo más paradójico de todo es que siendo un lugar este en el que un día
sí y al siguiente también alguien reclama que venga agua de dónde sea, cuando
esta aparece sin que nadie la convoque, entonces nadie la quiere y el agua se
convierte en una agente hostil e indeseado al que se le atribuye el trágico fin
de que todo lo arrasa a su paso, como si hubiera agua buena y pacífica frente a
aguas maléficas y exterminadoras. Pero a esto no llegamos. El agua, si acaso
aparecía, sortearía el resort para seguir su camino hacia el Mar Menor.
Ayer, en Murcia ciudad, tan solo caían unas gotas cuando
sonó el teléfono. Era Pepa, de la empresa administradora, diciendo que fuera a
Balsicas para ver el espectáculo. En los vídeos que siguen pueden verse pequeños fragmentos
de lo que nos encontramos (ni sé, ni tengo tiempo de aprender también a
montarlos en uno solo)
A veces, este oficio da satisfacciones.